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martes, julio 21, 2009


B. lloró durante todo el trayecto de ida. Lloró en la vuelta y escondió sus ojos mojados detrás de unas gafas gigantes. Se había sentado en el tren de espaldas, para ver pasar la vida por los raíles, pero en otra dirección, para intentar mirar en todas las direcciones posibles, para poder salir de ese reloj parado que la envolvía. Pasaban los trenes, la gente los perdía y otros tantos esperaban el pico en Pitis. Pero esto era otra historia. Se solía sentar en el vagón donde más daba el sol. Solía hacerlo cuando él la acompañaba los fines de semana a casa, porque habían dormido juntos. Todos, absolutamente todos los motivos que tenía esa ciudad, le traían sus ojos. Sus manos, su pelo. Y ella sabía que en menos de media hora estaría sentada a su lado y no podría tocarle. No podría tenerle y no podría quererle. Él, haría vida tranquilo, muy tranquilo, totalmente ajeno a su dolor, totalmente ajeno a todo aquello que le había hecho pasar durante tanto tiempo. Y él, tan ajeno, apareció con varias bolsas. B. se sorprendió: "No sabía que traerías tantas cosas". Pero sí, media vida en bolsas del aeropuerto, ese al que sólo fueron una vez. Aquel rastrillo de trozos de muerte, trajo recuerdos, muertos a la mente de B., como cuando le esperaba en Tirso de Molina, subida a un pivote para que él la cogiera en brazos. A B. le encantaba que la elevara por los aires, como una princesa. Y le encantaba cómo olía su pelo, y le encantaba que le quisiera. Pero él ya no la quería. Y apareció con retazos de muerte seca, e hizo de su vuelta un tanatorio.
No desvistió su alma a plazos. Simplemente se dejó llevar. Por otras manos, por otras caderas.
No la desvistió porque la dejó tan expuesta y tan desnuda que tenía una armadura alrededor. B., simplemente, se quedó sola.
Sin poder elevar al cuadrado su nombre y sin saber querer.
Aquella tarde de julio, B. le miró, le miró con miedo, con miedo a ella y con miedo a poder hacerse daño. En definitiva, temblaba. B. temblaba como una hoja porque quería besarle y él ya no quería quererla. Y era así, así de simple y así de triste.
Se despidieron con un abrazo que a ella le clavó cien mil trescientas estacas pequeñas por debajo de las uñas, y en los ojos, porque el corazón lo tenía completamente rasgado.