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sábado, marzo 05, 2011


Todo se va en un segundo



Al atardecer, un geranio. “¿Cómo has dicho?”, le respondo yo desde el baño. Que me gusta como título, responde él. “¿Como título de qué? ¿De una canción? ¿De un poema?”. “De un poema, por supuesto”, dice entonces. Asiento y escupo en la pila: “De un geranio al atardecer, muy flamenco, claro que sí”, le digo riéndome. Abro el grifo y me quedo viendo la espuma marcharse. Le veo venir hacia el cuarto de baño por el espejo. No llego a tiempo para cerrar disimuladamente la puerta con la zapatilla. Me coge por la cintura y me cuesta respirar. Estoy atrapada. “Pequeña”, dice buscándome el cuello, “ya nunca me cantas”. Un escalofrío me sacude el cuerpo de los pies a la nuca. Como si él ya lo supiera me pasa la mano por la cabeza y enreda sus dedos en mi pelo. “Y apenas sonríes”... Dice. Y me suelta la cintura. No respondo. Claro que no respondo. ¿Qué puedo decirle? ¿Que me vacío por un pequeño pinchazo que no sé dónde está? “Tengo mucho trabajo y lo sabes”. “Te he dicho muchas veces que dejes todo lo que no te haga feliz”.

Sí. Es cierto. Lo ha dicho muchas veces. Pero hacerle caso es hacerle daño así que siempre que lo dice yo miro para otro lado. Para la pared llena de fotos nuestras o para el techo, donde puso unas cuantas estrellitas de las que brillan por la noche porque me hacían gracia. Me parece increíble sonreír tanto en esas fotos. Tiene razón. Yo ya no me río así. Es posible que nunca vuelva a reírme así. Lo sé porque lo he intentado y me he visto en muchas fotos. Ayer vi los vídeos que hicimos la noche que hicimos un año. Nos parecía mentira cumplir semanas, meses y años y seguir siendo tan felices. Nos reíamos tanto. Unos gansos. Mansos. Pero gansos. Jugábamos tanto. Todo nos parecía precioso y mágico. Y eso no pasa siempre. Lo sé porque nunca me había pasado. Por eso me parece increíble que pueda acabarse. De pronto. De un día para otro. Pasa así. Estás bien y de pronto ya no estás bien. Te quieres porque te quieres pero ya no os queréis querer para siempre. Y ese día llega de pronto cuando menos te lo esperas.

Supongo que hemos cambiado y que no queremos seguir yendo por el mismo camino. Llevo días viendo sus catálogos de viaje a destinos donde escalar, a montañas y otros sitios. “Que vaya solo, con sus amigos”, pensaba. Pero no se iba. Y yo sé que quería pero prefería venirse de vacaciones conmigo. Así nos ha ido, que no supimos querer del todo los defectos del otro y todo eso que se dice. Yo no sé quién tiene razón pero esto hace tiempo que está roto y ninguno quiere arreglarlo. Y es muy triste. “No sé si estoy enamorada de ti”. Le digo de pronto mientras acaricia las teclas del piano. Ese piano que se come medio salón. Tuve que quitar mi mesa de escribir, junto a la ventana para que la inspiración la tuviera él. No me importó. Sólo busqué las musas en otra parte. Nunca las encontré. “Ya lo sé”. 
Responde él sin levantar la vista de las teclas. Yo no sé qué decir. Porque sabía que lo sabía. “¿Y qué hacemos?”, contesta perdido entre un Mi y un La. “Pensar”. Le digo, apoyando la pared en la estantería, llena de libros que hemos leído a medias, guías de viajes que nunca hicimos y manuales de escalada. “O dejarlo”. Contesta él. No sé si me he dejado caer o han sido sus palabras, lanzadas con la elegancia de la esgrima, pero estoy el suelo y me escondo en las rodillas. Se me clava esta última frase en el pecho. Así. De un momento para otro y sin vuelta atrás. Otras veces la agonía duró más rato. “Ninguna pareja es perfecta”, digo.



 Respondo con un hilo de voz que dudo que le roce. “No. Y lo verás cuando nuestras relaciones vuelvan a fracasar”. Nunca le he visto tan entero así que me rompe que esté tan seguro de que no podemos estar juntos. “Hace dos horas me has hecho el amor”, le digo. “Sí”, responde, “y componía una canción para ti y tú me has hecho tarta de manzana”. Al cabo de los años recordaré cómo olía la casa aquel día de noviembre: a café y manzanas asadas y a canción rota. Se levanta y me levanta del suelo. Me abrazo a él. Lleva la chaqueta de pana que llevaba el día que le conocí. “He perdido al hombre de mi vida”. Pienso.

Una vez le guardé un pez en el bolsillo. Así conseguí que volviera a llamarme. “Un pez al aire se muere”, le escribí entonces. “¿Esto es todo?”, le digo encadenando lágrimas. “Sí”, dice. “¿Ni un tiempo, ni un intento, ni nada?”. “No. Me iré mañana”. Vuela una partitura hasta nuestros pies y él le pone un zapato encima. “Cerremos la ventana, hace frío”. Le digo. Me pone la chaqueta encima. Y se va a cerrar la ventana. Cuesta cerrarla. Siempre costó. Pero se ha ido el frío. Empieza a recoger libros. “¿No vas a esperar a mañana?”, le digo yo, sentada en el brazo del sofá. “Es mejor no alargar los finales”. Dice. Allá afuera la calle aguanta la respiración. Me quedo dormida un rato. Cuando abro los ojos ya no está. Me guardo las manos en la chaqueta. Rozo con los dedos las esquinas de tela. El pez ya no está ahí. Ha volado. Como él. Como yo. Como lo que siempre fuimos sin darnos cuenta. Gansos salvajes.