Ayer tuve una pesadilla: se había parado el reloj 6.984 horas. Sumaban 41 semanas y nada había cambiado entre aquel día frío de noviembre, con chaquetas de pana y faldas bonitas y aquel bochornoso mes de julio asfixiante en Madrid. Todo seguía igual: su sonrisa, sus ojos, sus manos... Todo menos las despedidas y los abrazos. Los abrazos flojos, desganados y sinsentido dolían más pisar por error cristales en el asfalto... Dolía. Duele todavía. Porque todavía late, y porque él hace mucho que da cuerda a su vida sin contar conmigo.
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