¿Vienes de embotellar lluvia? pasa, y siéntate un rato a leer...
Sara lloraba en silencio, y él le decía que quizá era que ya no la quería. Y ella le respondía, clavando sus achinados ojos miel en el espejo de la entrada, que no quería volver a verle jamás y que le había arruinado la vida. Él le repitió que no era culpa suya, que no era culpa de ninguno de los dos, y ella se ahogaba entre pequeños sollozos, limpiando en círculos concéntricos, el espejo, con la manga de su rebeca de lana roja. Lárgate. Dijo entonces. Y su corazón comenzó a avisarla de que no quería seguir bombeando sangre tan deprisa. Y un portazo reticente calló sus lágrimas de pronto.
Hasta ayer, una cuidada y jovencísima ropa interior, llena de encajes con encanto y de todos los colores, completaba la gran superficie de la cuerda, que atravesaba una cuarta parte del patio en su quinta altura. Junto a ella, camisas de trabajo, una bata blanca y otra verde, y más de un vaquero. Pero hoy las ventanas están cerradas. La persiana de la habitación que la acoge en su poyete está dejada caer sobre la maceta de las margaritas, y está a punto de caer al vacío. Tampoco la del salón, ni siquiera de la cocina.
No hay una sóla persiana en el 5º A, que esté abierta. Hoy ha bajado la temperatura. Hace frío en la casa, y ni la calefacción a treinta grados, consigue hacer entrar en calor nada en aquella vivienda. La ropa permanece tiesa e impoluta desde que ayer la colgaron, con la banda sonora de sus labios susurrando en francés. Ayer silbaban, desde el otro de la cuerda de tender, en la terracita de la cocina. Su corazón late con fuerza, porque es feliz, y porque le gusta que haga frío y sol. Él la miraba por la ventana, desde el butacón revestido de tela en cuadros. Ella le saludaba con la mano, y él achinaba sus enormes ojos verdes y encogía la nariz con gesto burlón. Cuando ella ya no miraba, cambia la mueca por una sonrisa triste, y por tres veces hizo el ademán de levantarse hacia donde ella estaba y decirle que lo sentía y que había sido un error, y que no quería vivir sin ella y sin el olor de su pelo en la almohada.
Pero no lo hizo.
En definitiva, había terminado por creerse que dejarla sin explicación sería lo más correcto. – A fin de cuentas- le dijo al espejo, mientras arrastraba sus zapatillas de felpa azul, hacia la cocina – ella es preciosa, y no tardará en encontrar a alguien que la quiera mejor de lo que yo he sabido hacerlo - El teléfono suena en la cocina. Él, lo descuelga.
- ¿Qué coño haces llamando a esta casa? - …. Silencio al otro lado –
- Mira, no. La respuesta es porque no y punto. Deja de llamarme, deja de buscarme, y por favor, deja de meterte en mi vida – El tono de su voz empezaba a pasar de lo irritante a lo violento.
– No hay más. Olvídame, olvídanos y punto –
Y colgó.
Y cerró los ojos fuerte, y hundió las uñas en la carne de sus palmas.
Se mantuvo de pie hasta que ella traspasó la puerta de la terraza, haciendo sonar las bolitas de plástico de colores, que cuelgan en hilera y arrastran, y que compraron en aquel mercadillo de París el pasado verano.
- ¿Sonó el teléfono, verdad? – Dijo ella frunciendo el ceño
– Otra vez- añadió, haciendo tamborilear una pinza de la ropa en la encimera –
- Sí – Contestó él – Pero era Pablo – dijo en tono serio – Aún no ha asumido lo de la separación y, ya sabes, le entiendo y todo eso, pero a veces, me saca de quicio – resolvió tajantemente.
Ella mueve la cabeza con gesto de resignación, y piensa que posiblemente él no le está diciendo la verdad, pero que prefiere no saber qué está pasando. Llamadas de madrugada, casi todos los días. Y ya van tres en el día de hoy. Está convencida de que Javi le oculta esas llamadas. El mes pasado, ella le confesó, después de mucho pensárselo, que tenía miedo, que llebaba mucho tiempo con la sensación de que alguien sigue sus pasos, cuando salen juntos, o cuando ella sale de la unidad de cardiología en que se descompone su amontonado horario. Prefiere no pensarlo, porque Javi dice que son tonterías suyas.
Le coge la cara y le besa en el carrillo.
– Deberías quedar con Pablo, y dejará de llamarte- Y pegándole un puñetazo en el hombro, se dirige hacia el salón, y pone Françoise Hardy.
Ayer, las risas pararon antes de las doce. Ella sintió cómo su corazón se resquebrajaba desde el ventrículo izquierdo cuando él le contaba cómo había dejado de quererla y cómo la otra, había entrado en su vida por la puerta de atrás, y había acabado por quemar su relación en la cama que compartían desde hacía cuatro años.
Él tomó la puerta y bajó las escaleras a trompicones. Una vez en la calle, rompió a llorar sin medida: primero golpeó con un pie la verja del portal. Luego se asió a sus barrotes y golpeó su frente hasta que dejó de sentirla, y entonces, cuando sintió que no le quedaba nada por perder, rompió a llorar desgarradoramente. Bajó la calle a toda prisa, peleándose por el asfalto. Entonces sonó su teléfono móvil. Era ella. Otra vez. La colgó por tres veces, y a la cuarta, oyó su nombre desde un coche aparcado en doble fila. Los ojos de Javi empezaron a entornarse agresivamente. Le gritó que le dejara y que no quería saber nada de ella. Ella le sonrió impasible. Él empezaba a entrar en cólera.
– La quiero, ¿sabes? Resulta que siempre la he querido, y no he dejado de hacerla daño. Deja de perseguirme - Vociferaba Javi desde la otra acera, con la vista perdida.
Sus gritos se acallaron por el ruido del coche de bomberos. Ni siquiera se había dado cuenta de que salía humo de la parte de arriba del edificio que hacía menos de una hora había dejado. Cabezas curiosas empezaron a asomarse a las ventanas.
Las luces del coche de bomberos alumbraban el asfalto húmedo a ráfagas. Javi se dio la vuelta confundido. Los bomberos estaban entrando en su portal. Echó a correr. Ella sonrió desde el asiento delantero de su seat león rojo.
Y arrancó.
La puerta de la UCI es un ir y venir de caras perdidas. Un joven de unos treinta, sostiene una caja de pertenencias de la ropa de Sara, sentado en el suelo frío del hospital, con la mirada perdida entre las pertenencias de su niña.
- ¿Es usted su marido? – le habían dicho.
- Sí, claro – había respondido aquel tipo con el pelo revuelto y la cara tiznada
- Sus vías respiratorias se vieron obstruidas por el humo. Creemos que el incendio fue provocado y que empezó en su casa. Javi levantó la vista, aturdido, y sus los ojos vidriosos y enrojecidos, y esperó, callado, a recibir más información.
- La verdad es que tuvo mucha suerte de el incendio la alcanzara cuando estaba en la terraza del edificio.
Javi estaba perdido en el fondo de la caja. Sara siempre llevaba un pasador de pelo en el bolsillo, y solía escribir postit que guardaba por entre todos sus bolsillos...
Ahora Javi los leía con veneración. Los desdoblaba, y sobre su rodilla, intentaba dotarlos de coherencia, quitándoles todas las arrugas con la palma de la mano.
Y entonces... leyó una de esas notas amarillas.
"Lecciones de anatomía: El interior del corazón está dividido en cuatro cavidades. Las dos superiores o aurículas están divididas entre sí por un tabique llamado tabique interauricular. Las dos cavidades inferiores o ventrículos son cámaras del corazón que reciben sangre de la aurícula de su mismo lado y que la impulsan a una arteria. Tanto los ventrículos como las aurículas se comunican unas con otras. Cuando este circuito falla, el organismo muere. Así que no llores por mí, cuando te cuenten que he saltado desde la azotea. Porque yo ya estaba muerta desde el momento en que mi corazón dejó de recibir sangre desde una de sus aurículas. La que tú ocupabas en mi vida. Sara"
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